En la actualidad existe una mayor preocupación por la violencia escolar, que si bien siempre existió, es en estos momentos que se hace visible ¿Qué causas la originan? ¿Qué características de la escuela la estimulan?
Hay quien puede pensar que la violencia escolar es como la gripe aviar, una pandemia postmoderna que en lugar de venir del Este y del Sur, nos llega del Oeste y del Norte. Se trataría de una "modalidad" de violencia que es endémica de la escuela y que lleva a muchos padres a replantearse la escolarización de sus hijos e incluso a elegir su lugar de residencia en función de la escuela a la que asistirán, o asisten ya, sus hijos. Ante dicha pandemia de violencia escolar, sus supuestas causas, manifestaciones y perniciosos efectos, hace tiempo que bastantes padres y madres han elaborado una concepción distinta de calidad escolar. Ya no importan tanto las instalaciones del colegio, incluido el laboratorio de idiomas o de informática; ni siquiera ayuda mucho saber que los profesores tienen títulos superiores y montones de cursos de perfeccionamiento y especialización. Hasta el mágico indicador del número de alumnos por clase comienza a perder importancia. Así, la calidad se definiría hoy en términos de "quién más va a ese colegio con mis hijos", es decir, "con quién se juntan mis hijos". Lo demás es casi ignorable porque no hace falta haber estudiado Sociología para saber que la influencia más fuerte, especialmente en la adolescencia, es la que ejerce el "grupo de iguales".
Decir que las causas de la violencia escolar son las mismas que las de la violencia en general es una obviedad, pero sin duda una obviedad necesaria para empezar. No tan obvio, sin embargo, es afirmar que los centros educativos españoles son probablemente las instituciones menos violentas de todas las que influyen sobre la vida cotidiana de nuestros hijos. Si comparamos los niveles y episodios de violencia en la escuela con los que se producen (y nuestros hijos "consumen" y sufren) dentro de la propia familia, en las calles, plazas y barrios, en los medios de comunicación o en Internet, se llega a la conclusión de que, en efecto, nuestras escuelas son milagrosamente pacíficas. Y ese milagro, que lo es todavía más en un contexto de escolarización universal y de una sociedad crecientemente compleja desde el punto de vista étnico, religioso, lingüístico y cultural, se debe fundamentalmente, tengámoslo bien claro, al gran trabajo y al compromiso personal y profesional de nuestro profesorado, en mi opinión uno de los mejores del mundo. Por eso hay que poner en cuarentena las alarmas generalizadas sobre la supuestamente creciente violencia escolar, sobre todo en la medida en que simplifican interesadamente la realidad y pueden suponer un modo más de deslegitimación de la escuela y del profesorado de la enseñanza pública.
No obstante lo anterior, está claro que nuestras escuelas, particularmente las secundarias, afrontan hoy importantes problemas de convivencia, indisciplina, comportamiento antisocial del alumnado y, en algunos casos, violencia en el sentido estricto de la palabra. Pero en lugar de preguntarnos por las causas sin más, tal vez sea más interesante comenzar por preguntarse qué hay de diferente en la violencia escolar de hoy en comparación con la que tenía lugar hace una o dos generaciones. En primer lugar, está la percepción social de que el volumen de violencia es mayor y de que afecta a un número cada vez mayor de estudiantes. De hecho, los estudios sobre intimidación y acoso entre iguales la forma más frecuente y corrosiva de violencia o sobre disrupción en las aulas podrían tomarse como aval de esta tesis. Sin embargo, habría que admitir que, en todo caso, hay que hablar de violencia "de baja intensidad", más relacionada con el carácter masivo de los sistemas escolares actuales que con alguna supuesta "deficiencia" contemporánea de nuestras escuelas, profesores o alumnos.
En segundo término, algunos analistas apuntan que el factor que mejor puede explicar hoy día la violencia, la indisciplina y el comportamiento antisocial de los estudiantes es la pérdida de autoridad tanto de padres y madres como del propio profesorado. No faltan quienes afirman que se trata de una renuncia activa a ejercer la autoridad por parte de los padres seguida y apuntalada por el natural rechazo o incapacidad de los profesores para asumir esa autoridad en su lugar. Todo ello conduce al actual déficit cívico de nuestros jóvenes, que en efecto se manifestaría en forma de violencia por una parte, y en una especie de "autismo social" por otra, esto es, en una total falta de interés por participar e implicarse activamente en cualquier tipo de institución formal de educación. Cuánto pueda haber de cierto o de exageración interesada en este análisis es una cuestión que habría que considerar con mucho más detalle del que aquí es posible.
Lo que sí es evidente, en tercer lugar, es que la diferencia más clara entre la violencia escolar de hace una generación y la de ahora es que tanto los profesores como las familias estamos hoy muchísimo más preocupados por el tema. El hecho de que estemos más sensibilizados por las cuestiones relativas a la violencia escolar es obviamente un indicador de madurez y de desarrollo de nuestra sociedad y de nuestro sistema educativo. Exactamente lo mismo podría decirse respecto de la violencia doméstica, la violencia de género o el acoso laboral. No es que ahora se produzcan más que antes, es más bien que ahora son más visibles socialmente porque nos preocupan más y nos resultan más intolerables. Por eso es importante analizar con rigor y con un enfoque constructivo y de progreso cuáles son las causas de lo que se ha dado en llamar violencia escolar y, en concreto, las características culturales y organizativas de las escuelas que podrían estar detrás de que buena parte de los adolescentes y jóvenes muestren una creciente falta de identificación con lo escolar y un cada vez menor sentido de pertenencia a la escuela como institución.
La transición de la escuela primaria a la secundaria se produce en un momento muy difícil para muchos adolescentes. Justo cuando se agudizan los cambios físicos, emocionales y sociales de la primera adolescencia, vienen a encontrarse en un entorno escolar radicalmente distinto del que habían vivido hasta ese momento. El cambio desde el entorno protector de la escuela primaria a un ambiente menos estructurado en las escuelas secundarias puede ser suave para algunos, pero para muchos se convierte en un periodo intensamente conflictivo que puede conducir al fracaso escolar, al abandono o a otros problemas serios en relación con la escuela. En los países desarrollados, por dar un dato concreto, entre el 15 y el 30 por ciento de los adolescentes y jóvenes abandonan antes de terminar los estudios de secundaria. Y esas cifras de abandono están íntimamente relacionadas con el hecho de que los adolescentes y jóvenes suelen ser el grupo de edad con la tasa más alta de arrestos policiales y con que un creciente número de ellos abusan regularmente del alcohol y de las drogas.
Varias características típicas de muchas escuelas secundarias en cualquier parte del mundo no están en sintonía con las necesidades de los adolescentes y jóvenes contemporáneos. Destacan, entre otras, las siguientes:
l. Mayor control del profesorado, en comparación con lo que ocurre en la escuela primaria. En las aulas de secundaria suele darse un mayor control por parte del profesor, y menos oportunidades para que los estudiantes tomen decisiones, elijan entre distintas opciones de trabajo y, en definitiva, conduzcan su propio proceso de aprendizaje. Y, claro está, esto choca con el hecho de éste es el momento evolutivo en que las personas demandan cada vez más autonomía y auto-afirmación.
2. Relaciones menos personales entre profesores y estudiantes. Los estudiantes de secundaria suelen encontrarse con un profesorado menos amistoso, amable, cercano y preocupado por su bienestar personal en comparación con su experiencia previa en la enseñanza primaria. Las relaciones profesor-alumno suelen ser, por tanto, más distantes y menos positivas. Por su parte, los profesores afirman que su grado de confianza sobre los grupos de alumnos disminuye a medida que éstos se van haciendo mayores.
3. Menos atención individual y de pequeño grupo y presión evaluadora en fuerte ascenso. Ya desde los primeros años de la secundaria, las actividades cotidianas en el centro se organizan casi exclusivamente en gran grupo sin tener en cuenta la gran variabilidad de intereses y capacidades de los estudiantes de esa edad. Además, los estudiantes de secundaria tienen que hacer frente a una presión cada vez más fuerte en forma de exámenes y pruebas de evaluación, culminando con los que tienen lugar a finales del ciclo secundario y donde una décima de más o de menos en la calificación puede tener una influencia decisiva e irreversible en su futuro. Todo esto aumenta obviamente los niveles de estrés de los estudiantes y de sus familias y tiene un impacto importante en su auto-concepto, autoestima, motivación y relación con la institución escolar.
Todos estos cambios en el entorno de aprendizaje a partir de la transición a la escuela secundaria podrían proporcionar una buena explicación a la creciente pérdida de compromiso con la escuela y de interés por las actividades relacionadas con ella por parte de muchos alumnos. Además, puede argumentarse que tales cambios, contemplados desde la perspectiva de los propios estudiantes y en un contexto de educación secundaria prácticamente universal, están relacionados con un déficit democrático de las instituciones escolares actuales. Existe evidencia empírica más que suficiente que demuestra que ciertas características de las escuelas secundarias favorecen la emergencia de sub-culturas estudiantiles anti-escuela, violencia y comportamiento antisocial, deserción creciente, y pérdida generalizada de identificación con lo escolar.
Estudios nacionales e internacionales indican con claridad que el absentismo escolar y la desafección por la escuela (entendida como esa falta de sentido de pertenencia y también como baja participación de los estudiantes) son los mayores desafíos de la escuela contemporánea, en especial de la secundaria. Un estudio de la OCDE realizado en el 2000 sobre 42 países y que se basa en los ya famosos resultados de PISA, pone de manifiesto que uno de cada cuatro estudiantes de 15 años de edad tiene un bajo o muy bajo sentido de pertenencia a la escuela, y que uno de cada cinco falta a clase habitualmente. Las tasas de desafección varían considerablemente en los distintos países. En España y Dinamarca llegan hasta una tercera parte de los estudiantes de dicha edad, mientras que, por ejemplo, en Canadá, Grecia, Islandia, Nueva Zelanda o Polonia es una cuarta parte. En Japón o Corea, en contraste, el porcentaje de los que reconoce faltar a clase regularmente es tan sólo de un diez por ciento. Sin embargo, incluso en estos países donde la asistencia a clase aún no se ha resentido, los alumnos no están necesariamente felices en los centros educativos. El bajo sentido de pertenencia y de compromiso con la escuela es un fenómeno extendido en Japón y Corea, donde más de un tercio de los estudiantes manifiestan que "no se sienten parte de la institución".
Por otra parte, al contrario de lo que podría esperarse, los resultados de este estudio revelan que los alumnos menos identificados con la escuela y que menos participan en ella no son aquellos que tienen menor nivel de rendimiento académico; el fenómeno afecta a todos los alumnos, independientemente de su capacidad o resultados académicos. De hecho, y siguiendo los resultados de PISA, el conjunto de los estudiantes que manifiestan un menor sentido de pertenencia/identificación con la escuela obtienen puntuaciones ligeramente por encima de la media.
Todos estos datos nos permiten colocar y contemplar el asunto de la violencia escolar en un contexto no sólo más complejo e informado sino también más realista. Además, plantean cuestiones de gran alcance tanto a quienes tienen la responsabilidad de las políticas educativas nacionales como a quienes gestionan el día a día de los centros escolares. Los datos indican que la desafección escolar (y las sub-culturas estudiantiles anti-escuela como uno de sus efectos) no se circunscribe a una minoría de alumnos, esa a la que en nuestro país se conoce como "objetores escolares". Son muchos más los alumnos que no desarrollan todo su potencial en la escuela, que tienden a ser disruptivos en las aulas y que pueden tener una influencia negativa en otros estudiantes, todo lo cual explica y conduce al comportamiento antisocial y al absentismo escolar.
Autor
Juan Manuel Moreno Olmedilla
Especialista Principal de Educación del Banco Mundial
Revista Ceapa Número 85.