domingo, 26 de mayo de 2013

La participación colectiva y sus condiciones sociales


¿Es conveniente pensar al alumno y su familia, como “cliente”? ¿No es acaso un coproductor de sus aprendizajes? La participación en la escuela no necesariamente debe ser a título individual, sino que puede ser colectiva ¿Qué condiciones deben darse? ¿Qué razones explican el actual fracaso de este tipo de participación?


Más allá de los discursos, existen tres sentidos posibles para el concepto de participación. Por otra parte, quizás no esté demás insistir en el valor de la participación en cualquiera y en todos los sentidos como una característica deseable de las sociedades e instituciones democráticas. No todos coinciden en esta valoración. Desde ciertas perspectivas liberales, el mecanismo de intervención de las personas en los procesos de producción de bienes y servicios sociales es el mecanismo de la compra (el exit). En otras palabras, desde esta perspectiva economicista se sostiene una clara y neta distinción entre oferta y demanda del servicio educativo. Los usuarios de los servicios son la demanda. Ellos intervienen y «participan» en el servicio comprando o dejando de comprar. Si uno no está satisfecho con la escuela donde envía a sus hijos, pues no tiene más que una salida: precisamente «salirse» de esa institución y elegir otra. Mediante este mecanismo de la elección, envía una señal de insatisfacción al productor, quien podrá tenerla en cuenta o no y por lo tanto modificará consecuentemente el modo de hacer las cosas. En esto y sólo en esto consiste el «poder» del cliente o consumidor, en su capacidad de comprar o dejar de comprar, permanecer o salirse de una determinada relación de prestación. Pero la historia muestra que existen otros mecanismos eficaces de participación sustantiva.

El cliente o usuario (en verdad deberíamos decir el «co-productor») además de la salida, puede emplear el mecanismo de la voz, es decir, puede demandar o exigir un cambio en el servicio con el fin de que se adecue a sus necesidades y expectativas. Es más, puesto que por lo general los co-productores (padres de familia, alumnos de un establecimiento, representantes de una comunidad, etc.) no están solos, pueden hacerse oír en forma organizada.

Reducir a los hombres a clientes sólo capaces de comprar o no comprar, «entrar» o «salir» de un producto o servicio supone una concepción muy pobre de las capacidades humanas. Los alumnos y sus familias no son clientes sino coproductores del servicio y deberían estar en condiciones de hacer oír su voz en las instituciones para acercar sus procesos y productos a sus necesidades e intereses.

En las escuelas, es más común que cada alumno o cada padre haga llegar sus sugerencias, críticas o demandas ante las instancias pertinentes y esto, en muchos casos, tiene sentido. Pero cuando se trata de demandar mejoras en los procesos y productos escolares como, por ejemplo, mejorar el clima institucional, la enseñanza de las matemáticas o de la lengua, integrar más la escuela a la comunidad, el trámite individual no es el camino más adecuado. En estos casos, lo más conveniente es que alumnos, maestros o padres de familia lleven a cabo acciones colectivas, es decir, actúen en forma coordinada. Ahora nos interesa dejar esta idea: la participación de la que hablamos puede ser individual, cuando se trata de reivindicaciones o situaciones particulares, o colectiva, cuando se trata de intervenir sobre ciertas dimensiones estructurales de la vida institucional. Esta es la participación que hace más democráticas a las instituciones.
Pero la acción colectiva no es un resultado automático de la vida institucional. Para que un conjunto de sujetos actúe, como suele decirse, «como un solo hombre», se requiere de determinadas condiciones que pasamos a desarrollar en forma sintética.

En efecto, la acción colectiva requiere sujetos colectivos. Un conjunto de individuos que comparten determinados intereses o situaciones no hacen a un actor colectivo. Éstos son el resultado de determinadas condiciones históricas. Muchas familias que padecen situaciones de injusticia o necesidad, a menudo tienen dificultades para actuar en forma coordinada. Lo mismo pasa con los maestros, los alumnos o las familias de los estudiantes.

Diremos que, para convertir a una suma aritmética de individuos que comparten determinadas características objetivas comunes en un actor colectivo, se necesita resolver el doble problema de la representación. El primero tiene que ver con el fenómeno de la representación o representaciones entendidas como conjunto de ideas o de imágenes acerca de determinadas cosas. Así decimos que cierto conjunto de individuos comparte una serie de ideas acerca de lo que son (es decir, los individuos comparten una identidad) en tanto que habitantes de una determinada comunidad, oficio, clase de edad, etnia, comunidad religiosa, etc. También pueden tener la misma percepción de sus intereses, que se convierten en intereses comunes y de la necesidad de defenderlos en ciertos espacios institucionales (el municipio, la dirección escolar, la supervisión, etc.). En este primer sentido, las representaciones se relacionan con la subjetividad colectiva. Determinado conjunto de individuos tienen que verse y sentirse como formando parte de un grupo que comparte, repito, características, situaciones e intereses comunes. Estas ideas, que tienen que ver con la pertenencia y la identidad de un grupo, a veces tienen una expresión muy formal y toman la forma de las «ideologías», «doctrinas», «culturas», que muchas veces existen en forma escrita.

Producir estas representaciones formales de los grupos es un trabajo que requiere de los buenos oficios de ciertas personas competentes. Los intelectuales, en sentido amplio, es decir todos aquellos que tienen la capacidad de ponerle nombre a las cosas, juegan un papel fundamental para construir a los actores colectivos. Estas ideas acerca de los grupos, para ser eficaces tienen que encarnarse, interiorizarse en cada uno de sus miembros. Cada uno tiene que verse a sí mismo con las categorías producidas por esos intelectuales en sentido amplio. Éstas se producen y difunden en procesos complejos que la mayoría de las veces llevan tiempo. No bastó que existieran obreros, es decir, una masa de productores desposeídos de los medios de producción para que existiera la clase obrera como grupo actuante. En las primeras fases del capitalismo occidental y europeo, el marxismo constituyó el sistema de ideas y representaciones que sirvió como espejo donde los obreros se vieron a sí mismos y pensaron sus relaciones con los patrones y con el conjunto de la sociedad.

Todos los movimientos sociales han tenido que construir y difundir determinados sistemas de representaciones acerca de lo que son, de cuáles son sus intereses, de cuál es su historia y su misión, etc. Con las comunidades pasa lo mismo. Algunas tienen una identidad fuerte, muy estructurada y con historia, otras son más un agregado o suma aritmética de individuos que un actor colectivo.

Pero no basta compartir visiones o representaciones comunes para desarrollar acciones colectivas. Para ello es preciso resolver el segundo problema de la representación. Aquí la representación tiene que ver con la constitución de representantes. Para que un grupo generalmente numeroso participe como solo hombre en ciertos procesos donde se toman decisiones que les interesa tiene que elegir representantes que hablen y decidan en nombre de todos. Esta es la segunda dimensión de la representación, aquella que tiene que ver con el hecho de dotarse de una organización. Una organización es un sujeto colectivo que agrega o articula intereses y que los defiende en ciertos espacios decisionales. En cuanto tal es una creación o construcción social. Las organizaciones representativas nacen, crecen, se desarrollan y, muchas veces, desaparecen.

Como en el caso de la representación como sistema de ideas, la representación como organización no es un proceso pacífico. En ciertos casos existen diversas ideologías organizadas que reivindican la representación de determinados intereses (los intereses de la comunidad, de los padres de familia en la cooperadora escolar, etc.). Habrá que decir que, cuanto mejor resuelven los grupos el problema de su representación, más probabilidades tienen de realizar o conseguir los objetivos que se proponen.

Uno debería entonces preguntarse quiénes son los que tienen más probabilidades de ganar en las luchas por conquistar la representación de los grupos. La experiencia y el análisis indican que, la mayoría de las veces, se eligen como representantes a aquellos individuos que tienen determinadas características. Por lo general, éstas tienen que ver no sólo con la voluntad y el interés en ejercer la representación sino también con la disposición de determinados recursos tales como dinero, tiempo y, sobre todo, capital lingüístico. Por lo general, el representante tiene la capacidad de decir lo que otros sólo piensan o intuyen. Uno se siente representado por ese que le pone palabras a nuestras percepciones o intereses. Muchas evidencias indican que aquellos que saben hablar en público son los que tienden a monopolizar la representación. Este capital expresivo no es innato sino que es aprendido. Y aquí la escuela tiene una importancia fundamental. Nótese que, cuando hablamos de esta capacidad de ponerle palabras a la cosas, no estamos hablando sólo de lenguaje sino de cultura expresiva, es decir, de conocimiento en el sentido más amplio. El saber tiene que ver con la probabilidad de participar ejerciendo la representación colectiva. Pero también determina la probabilidad de participación individual. Existen muchas evidencias al respecto.

La simple probabilidad de contestar a la pregunta de un cuestionario en una situación de encuesta está fuertemente asociada con una relación entre el carácter del la pregunta o tema o determinadas características de quienes son invitados a responder. Cuando la pregunta tiene que ver con ciertas cuestiones complejas de carácter más técnico (por ejemplo, si el transporte público debería pagarse con cospeles o boleto electrónico, o si es mejor una evaluación sumativa simple o ponderada), las personas con menor escolaridad se abstienen más de contestar3. En cambio, cuando se trata de participar u opinar sobre cuestiones que tienen un contenido más ético-moral que técnico (por ejemplo, acerca del largo deseable de la falda en el uniforme escolar de las chicas,) la probabilidad de la participación es más elevada. Esto quiere decir que, en un mundo que cada vez es más complejo y donde los problemas tienen soluciones técnicas que requieren una cierta competencia, la probabilidad de la participación dependerá cada vez más del capital cultural de las personas.

En síntesis, desarrollar la participación en la sociedad y en cada una de sus instituciones más relevantes no es una simple cuestión de buena voluntad. No basta pregonar o «exigir» la participación sino que es preciso garantizar ciertas condiciones sociales que tienen que ver con su producción.

Así pues, si se quiere incorporar nuevos actores sociales en la vida de las instituciones escolares, en especial, los propios niños y jóvenes, los padres de familia y la comunidad, no basta con desearlo y exigirlo en los marcos legales y normativos. Es preciso garantizar que existan las condiciones sociales necesarias. Y éstas no pueden decretarse. Cuando quienes planifican y diseñan programas escolares parten de una concepción ingenua o voluntarista de la participación, sus planes por lo general se quedan a mitad de camino y los técnicos se sorprenden con los pobres resultados alcanzados y no entienden por qué los grupos no «quieren» o no están dispuestos a participar.

Creo que existen dos razones básicas que explican la mayoría de los fracasos. La primera tiene que ver con el sentido de la participación. Muchos programas educativos esperan una participación contributiva en comunidades que justamente se caracterizan por vivir situaciones de necesidad y exclusión social. En muchos casos, exigir contribuciones a los más pobres no sólo es irreal sino, incluso, injusto. En nuestras sociedades, cada vez más desiguales, los más ricos tienen recursos más que suficientes para comprar la educación de sus hijos mientras que los más pobres muchas veces sólo pueden contribuir con su trabajo para garantizarles condiciones mínimas de educabilidad. Distinta sería la cuestión si se buscara efectivamente incorporar a las comunidades en los procesos de toma de decisiones, es decir, en la estructura de poder de las instituciones.

El segundo conjunto de razones tiene que ver con el voluntarismo. En muchas situaciones, los grupos convocados no tienen interés ni tiempo ni condiciones sociales mínimas para participar. En especial, no tienen esos recursos expresivos que resultan imprescindibles para tomar decisiones en colectividad. Actuar como un solo hombre requiere de capacidad de negociación, discusión, regulación de conflictos, articulación de intereses, liderazgo, iniciativa, etc., cualidades que no están igualitariamente distribuidas en la población. Por el contrario, mientras más carenciados son los grupos sociales, más monopólicos son los mecanismos de la representación. En el extremo, los grupos más excluidos tienen que recurrir a representaciones externas (ongs, iglesias, intelectuales, políticos, etc.) en la medida en que no están en condiciones de generar sus propios representantes. Es más, la privación extrema coincide muchas veces con la desintegración social, la desconfianza y la consecuente debilidad e inestabilidad de las organizaciones que representan sus intereses. Para concluir:
  • Los educadores deben tener conciencia de que el aprendizaje es estructuralmente participativo. Hay ciertas cosas que sólo los aprendices y sus familias deben hacer para que el aprendizaje tenga lugar. Esta participación supone recursos (familia estructurada, necesidades básicas satisfechas, etc.) que la sociedad y el Estado deben proveer para garantizar la educabilidad de las nuevas generaciones.
  • La participación contributiva debe equilibrarse con la participación política, que tiene que ver con el poder para participar en los procesos de toma de decisiones. Pero la participación política no se decreta sino que se conquista.
  • Por último habrá que recordar que la participación supone determinadas condiciones sociales. Para participar hay que disponer de recursos de diverso tipo: tiempo, dinero, conocimientos, capacidades expresivas, etc. y éstos no están igualitariamente distribuidos en la población. Una política no se vuelve más democrática porque multiplica la palabra «participar» sino porque distribuye más equitativamente aquellos recursos sociales estratégicos que hacen posible la acción colectiva y la incorporación de dosis crecientes de deliberación y reflexividad en la vida de las instituciones básicas de la sociedad.


Autor
Emilio Tenti Fanfani
Profesor titular ordinario e investigador principal del conicet en la Facultad de Ciencias Sociales de la
Universidad de Buenos Aires (Argentina). Consultor del del iipe-unesco, Sede Regional Buenos Aires.


miércoles, 15 de mayo de 2013

Tres dimensiones de la participación de las familias en la vida de los centros escolares

En la actualidad asistimos a grandes cambios en las escuelas, hasta la finalidad de las mismas se ha modificado, se trata de construir escuelas inclusivas, y en este contexto se revaloriza la participación, en sus diversas formas ¿De qué manera podemos hacerlo? ¿Qué dimensiones analizar?


Para ir más allá de la participación como mera consigna es preciso introducir algunas precisiones. En las consideraciones que siguen abandonaré el nivel sistémico del servicio educativo y sus mecanismos de regulación para concentrarme específicamente en la participación tal como puede manifestarse en las instituciones educativas. Comenzaré distinguiendo y describiendo tres dimensiones de la participación.

Dimensión estructural de la participación
La educación y el aprendizaje constituyen procesos necesariamente participativos en un sentido muy particular: el que aprende interviene, pone lo suyo, contribuye en su propia educación o apropiación del saber. Bien mirada, esta es una verdad de perogrullo, pero muchas veces pasa inadvertida por muchos especialistas y expertos de la educación. Con la educación sucede lo mismo que en otros servicios personales, como los servicios de producción y reproducción de la salud de las personas.

Uno no compra su educación o su salud como algo hecho. El paciente o el aprendiz participa inevitablemente en la producción de su salud o de su aprendizaje. Si él no hace lo que tiene que hacer (estudiar, hacer los ejercicios, leer, producir textos, participar en experimentos, poner en práctica lo que está aprendiendo, etc., o bien, cuidarse, tomar los remedios, alimentarse como es debido, etc.) no se produce ni la curación ni el aprendizaje. Si el aprendizaje se produjo es porque el aprendiz hizo lo que tenía que hacer y lo que sólo él podía hacer. Por eso, en el caso del los servicios personales, cuyos efectos se producen en el cuerpo y la subjetividad de las personas, éstas son parte del equipo de producción y no meros consumidores o clientes, como sí lo somos nosotros la mayoría de las veces cuando compramos cosas hechas tales como camisas, zapatos o bicicletas.

Cuando aquel que piensa en la educación y en las cosas del aprendizaje tiene conciencia de que esta participación (y la de su familia, cuando se trata de niños) es un ingrediente no simplemente deseable sino ineludible para el éxito de esta operación, su modo de ver y hacer las cosas cambia radicalmente. En este primer sentido, la educación es un proceso de co-producción donde es tan importante «lo que pone» el centro escolar (los docentes, los equipamientos didácticos, el método y la didáctica, etc.) como «lo que pone» el educando y su familia. Pero sospecho que, quienes usan y abusan del discurso de la participación, al hablar no están pensando precisamente en este primer significado.

Si la educación se concreta efectivamente en un proceso de coproducción, no es posible separar claramente la «oferta» de la «demanda». Ambos conjuntos de factores funcionan e interactúan en forma conjunta para hacer posible el aprendizaje. Digamos que esa dimensión estructural del aprendizaje era conocida desde siempre. Pero es un hecho que se hace evidente para todos cuando los sistemas escolares incorporan a la mayoría de una «clase de edad» al nivel primario y secundario, como es el caso de la mayoría de los países de mediano y alto desarrollo de América Latina. Cuando la inclusión escolar viene de la mano de la exclusión, muchos niños van a la escuela sin disponer de las condiciones sociales (alimentación, vivienda, salud, medio ambiente, etc.) necesarias para «participar» en el proceso de aprendizaje.


La participación como contribución
La tercera dimensión tiene que ver con la participación como contribución. En mi opinión, este es el sentido más recurrente con el que se usa el discurso de la participación, en especial en el campo de las políticas sociales en general y educativas en particular. Cuando quienes diseñan y llevan a la práctica programas educativos buscan que la comunidad participe en las instituciones escolares (existen múltiples ejemplos de programas educativo con este ingrediente en América Latina) en realidad están esperando que las familias y la comunidad provea de una serie de recursos que se consideran necesarios para la eficacia de la acción escolar.

Cuando se interroga a los directores de centros educativos acerca del nivel de participación de los padres de familia en los centros educativos, por lo general quien responde está pensando en la cantidad y calidad de la cooperación de los padres en el funcionamiento del establecimiento escolar. La contribución de los padres de familia tiende a ser una respuesta a un requerimiento o pedido especifico de la institución. Es ella la que convoca, solicita o demanda la contribución de los padres. Ellos pueden responder o no. Raramente son ellos los que deciden espontáneamente cooperar o hacer un aporte específico.

En el caso de América Latina, la experiencia indica que, en el caso de las escuelas de sectores populares urbanos y rurales, la colaboración de los padres puede ser monetaria (aporte de dinero, generalmente a través de la cooperadora escolar) o bien en trabajo. La contribución en especies (insumos, libros, materiales didácticos, etc.) es menos frecuente.

En México, el programa de Educación Comunitaria (Torres y Tenti Fanfani) es paradigmático en cuanto a la participación como contribución y está dirigido a ofrecer educación primaria en comunidades aisladas y pequeñas (menos de 15 niños en edad escolar). En estos casos, donde no se justifica la creación de un centro escolar estándar, se ofrece el servicio a través de un maestro-instructor, por lo general un joven con la secundaria básica completa (y por lo general residente en la zona). El mismo, luego de tres meses de entrenamiento pedagógico acelerado y dotado de un paquete con materiales de autoaprendizaje, es enviado a la comunidad donde prestará el servicio al cual se compromete a aportar vivienda y alimento al instructor. En este caso, la comunidad participa aportando el alojamiento del instructor, el espacio físico donde se lleva a cabo el proceso de enseñanza-aprendizaje y el alimento que necesita para vivir.

Otra forma más espontánea de participación contributiva es frecuente en muchas áreas rurales pobres de América Latina. En muchas ocasiones son las comunidades quienes se hacen cargo de la construcción y mantenimiento de la infraestructura física de la escuela. Esta situación fue muy frecuente en México, en especial durante el primer período de expansión de la educación rural luego de la Revolución iniciada en 1910. Existen muchos testimonios de escuelas totalmente construidas a través del esfuerzo y el trabajo de los padres de familia de las comunidades rurales, las cuales hacían todo lo posible para contar con un establecimiento escolar donde educar a sus hijos.

En las zonas urbanas de América Latina, la contribución tiende a ser más diversificada, ya que al trabajo se agrega una contribución económica mediante el pago de una cuota a la cooperadora escolar. El monto de los recursos de este origen varía según el nivel socioeconómico dominante de los alumnos de los centros escolares. En muchos casos, los padres tienen la capacidad suficiente de financiar la ampliación de la oferta educativa (computación, inglés, actividades expresivas y/o artísticas, etc.) de los centros escolares.

La contribución en términos de tiempo de trabajo es más frecuente en las escuelas primarias de las áreas urbanas pobres. En este caso se trata de trabajo femenino. En efecto, las madres de familia que no están insertas en el mercado de trabajo suelen aportar su presencia y su cooperación en distintas tareas de apoyo, en especial aquellas que se relacionan con los servicios de alimentación escolar.

En términos generales es plausible afirmar que la contribución tiende a ser monetaria en el caso de las escuelas públicas de clase media y media baja y «laboral» en los barrios más populares donde habitan los que sólo disponen de su fuerza de trabajo para participar-contribuir con los establecimientos educativos de su comunidad.

En estas circunstancias, resulta en cierta medida paradójica, que se tienda a pedir más (dinero, trabajo, tiempo, etc.) a quienes menos recursos tienen. A su vez, las clases medias y medias altas urbanas «le piden todo a la escuela» y sólo participan (cuando lo hacen) mediante el pago de una suma, por lo general de no mucha relevancia, a la asociación de padres de los centros escolares. De esta manera, la distribución regresiva del financiamiento público (mejores escuelas, mejores maestros a los sectores sociales urbanos mejor situados en la estructura social) va acompañada de un aporte proporcionalmente mayor por parte de quienes menos recursos tienen. El resultado es la reproducción de la estructura inicua de los recursos públicos orientados a la educación básica latinoamericana.

La participación como poder de decisión
Pasemos ahora a la tercera dimensión de la participación. Ésta tiene que ver con una cuestión más delicada. Tiene que ver con las cosas del poder. Aquí la participación supone un escenario, actores con intereses y estrategias y procesos donde se construyen problemas, se arman agendas y se toman decisiones en relación con reglas y recursos, es decir, con definición de normas que regulan las prácticas y con asignación de recursos (de diverso tipo).

En una institución como la escuela interactúan diversos agentes individuales y colectivos: el director, los maestros, los estudiantes, las familias, las organizaciones comunitarias, las empresas, las iglesias, etc. En síntesis, la mayoría de las instituciones democráticas contienen a una gran diversidad de agentes que tienen distintas posiciones, recursos, intereses y, por lo tanto, también distintos puntos de vista, expectativas, demandas, opiniones, actitudes, etc. Por lo tanto, estas interrelaciones no siempre son pacíficas sino que muchas veces están atravesadas por el conflicto y la lucha entre intereses y puntos de vista divergentes, opuestos, enfrentados, etc.

Si participar es también participar en el poder, es preciso recordar que la escuela, al igual que el resto de las instituciones, es una organización muy particular. Al igual que el hospital, por ejemplo, está constituida por una capa de profesionales que monopoliza un conjunto de saberes especializados. El resto de los miembros de las instituciones (los alumnos o los enfermos y sus familias) son objetos de intervención de los profesionales y por lo tanto éstos ejercen una dominación objetiva sobre los segundos que, por principio, están excluidos de ese recurso que constituye la base de su poder: el saber especializado. En estos contextos, «empoderar» a los alumnos y las familias en las instituciones no es una cosa tan sencilla como a primera vista puede parecer. En efecto, en las instituciones, y en ciertas esferas específicas, dar poder a algunos (los padres y/o los alumnos) supone limitar el poder de los otros (los profesionales). Esto es particularmente cierto en el caso de las cuestiones que tienen que ver con cuestiones centrales del servicio educativo tales como la definición del programa escolar, las estrategias pedagógicas o didácticas y la evaluación de los aprendizajes. Estas esferas constituyen el corazón mismo del saber especializado de los profesores, en tanto que pedagogos. En estos terrenos ellos reivindican su derecho de exclusividad.

Por eso, respecto de la participación de los «usuarios» de las instituciones es preciso ser muy cuidadoso para distinguir las esferas y el peso de su eventual participación. Pero, independientemente de las consideraciones anteriores, la mayoría tiende a preferir las instituciones democráticas a las autoritarias, autocráticas, oligárquicas o monocráticas. Por lo tanto, en una escuela democrática todos los miembros de esta comunidad deberían tener voz y voto en la definición de las cuestiones básicas de la vida institucional.

Aun cuando reconocemos que cada estamento o grupo tiene un papel o una función particular en la vida del conjunto, todos deberían tener derecho a participar en los procesos de decisión donde se definen cosas tales como los objetivos básicos, las estrategias, las reglas, la orientación de los recursos, etc. En verdad, la cosa es más complicada pues, para cada grupo, habría que definir un campo, una esfera y un peso especifico de participación. Mientras que los padres pueden llegar a tener el mismo peso que los maestros en materia de uso de los recursos financieros de la escuela, no pueden tener el mismo peso en otra esfera, como la que tiene que ver con ciertas cuestiones técnico-pedagógicas, por ejemplo, cuya resolución requiere de un conocimiento previo propio de los especialistas. Pero aquí no nos interesan estas sutilezas sino rescatar este segundo e importante significado de la participación, el que tiene que ver con el poder. Y el poder, por lo general no se lo distribuye, sino que más bien se lo conquista. En otros términos, el poder supone tensiones, luchas, conflictos y equilibrios inestables.
 
En América Latina existen varias experiencias que institucionalizan la participación de las familias en la formulación de las políticas y programas de los centros escolares. Las más relevantes se encuentran en Brasil. En efecto, durante la década de los años noventa, varios estados incorporaron a los padres de familia en los procesos de elección del director del establecimiento. Esta fue una manera de limitar la capacidad que tenían los políticos locales para nombrar a los directores. Los padres de familia también participan a través de sus representantes en los consejos escolares. Una experiencia que fue ampliamente reconocida en la región fue la que se desarrolló en el Estado de Minas Gerais (Brasil) a partir de 1991, pero existen experiencias análogas en otros contextos tanto en Brasil como en otros países de América Latina (Namo De Mello).


Autor
Emilio Tenti Fanfani
Profesor titular ordinario e investigador principal del conicet en la Facultad de Ciencias Sociales de la
Universidad de Buenos Aires (Argentina). Consultor del del iipe-unesco, Sede Regional Buenos Aires.


domingo, 5 de mayo de 2013

La participación como factor para la democratización y calidad de la enseñanza

Para muchos está claro, sin la participación de la familia en la escuela, no es posible ingresar al camino de la Calidad Educativa, pero no se trata de un camino sencillo ¿Cómo se puede organizar esa alianza? Los siguientes párrafos, desde la óptica de los padres de familia, en el contexto español, hacen su aporte para la reflexión.

La participación es, sin lugar a dudas, el factor fundamental de un sistema democrático y el que puede garantizar la calidad de nuestro sistema educativo. El grado de desarrollo de la participación en los centros educativos nos puede servir para medir su salud democrática. Pero, ¿cuál es el estado de salud de nuestras escuelas? ¿El desarrollo actual de la participación es garantía de la calidad de la enseñanza? La respuesta a estos interrogantes la obtendremos haciendo un pequeño análisis de su funcionamiento. A través de esta revisión, cada lector puede ampliar aquellos aspectos que configuren su realidad concreta y que ayuden a entender el estado de la salud democrática de las escuelas.

Los consejos escolares como órganos testimoniales y burocráticos
El Consejo Escolar, espacio que por sus características tendría que ser el lugar donde convergiera la participación de todos los sectores de la comunidad escolar, en un plano de igualdad, sigue siendo más un deseo que una realidad. El sentir mayoritario de padres y madres, no deja lugar a dudas: “los consejos escolares no sirven, son una pérdida de tiempo”. Es una realidad que casi en la práctica totalidad de los consejos escolares no se tiene capacidad de decidir, y las propuestas que se hacen o no son tenidas en cuenta o sirven de enfrentamiento entre padres y profesores.

Un órgano donde la comunidad educativa no debate, ni discute, ni profundiza en ningún tema que vaya más allá de lo prescriptivo, no puede ser considerado como espacio de participación. En consecuencia, los consejos escolares están aún muy lejos de constituir espacios de relación, encuentro y participación de la comunidad escolar, tal y como aparece en la legislación.

Las reuniones de aula, para que el tutor hable y los padres callen
Las reuniones de aula, que deberían ser espacios de información, debate y contraste sobre los procesos educativos, se han convertido en la mayoría de los casos en simples auditorios, donde el tutor habla y los padres y madres callan. Reuniones que en un alto porcentaje responden a unos rituales prescriptitos, en las que el tutor trasmite una información bastante superficial del lo que piensa hacer o está haciendo. Es desolador asistir curso tras curso a estas reuniones, cuyos esquemas se van repitiendo año tras año y donde el papel de los padres sigue perviviendo con la misma pasividad y lejanía. Tan es así, que de una asistencia casi masiva de los padres en los primeros niveles educativos se va pasando a una asistencia casi testimonial en los últimos cursos de la enseñanza obligatoria. La participación de los padres y madres en el proceso educativo de sus hijos no es muy directa y continua, como sería deseable. Los progenitores suelen ser más participativos en Educación Primaria, una participación que va reduciéndose gradualmente a medida que el alumno empieza a adquirir cierta independencia, y en Secundaria los padres y madres van dejando de asistir a los centros educativos. Estos espacios deberían ser democráticos, lugares de encuentro y debate entre el centro educativo y los padres. Para salir de esta situación, es urgente, como dice Chomsky, convertir estos espacios en un elemento de la comunidad con preocupaciones compartidas, en la que uno espera poder participar constructivamente.

Concepciones obsoletas de equipos directivos y profesorado
Son numerosos los obstáculos que encuentran muchas APAs, por parte de algunos directivos y una parte del profesorado, para disponer de un espacio en el centro o para el desarrollo de las actividades extraescolares. Casos en los que se le ha negado, dificultado e incluso prohibido repartir información dirigida a padres, numerosas las argucias de directores para aceptar el nombramiento del represente del APA en el consejo. Y un largo etcétera que nos pone en evidencia la existencia de actitudes, que demuestran las reticencias y recelos de una parte del profesorado hacia la participación de los padres en el centro educativo. Con estas actitudes no solamente se le hace un flaco favor a la participación, sino que se pone de manifiesto concepciones más de tiempos dictatoriales que democráticos.

La dificultad de implicar a los padres en la participación
Por otra parte, nos encontramos unas APAs con grandes dificultades para interesar al conjunto de los padres y madres en la participación. Los numerosos problemas para encontrar padres dispuestos a implicarse en las juntas directivas, para colaborar en comisiones de trabajo y en otras actividades son indicadores claros de una situación bastante generalizada. El desinterés que existe por la participación es tal, que ni tan siquiera se cuestiona. Estas situaciones nos avisan que el problema es mucho más profundo de lo que a primera vista pueda parecer.

La experiencia de reuniones de juntas directivas, de asambleas de APAs, de reuniones de aula, de consejos escolares, entre otras actividades, nos hacen conscientes de la situación real de la participación y de la lejanía existente entre la normativa que la desarrolla y las prácticas del día a día. Esta situación, en la que la participación es más formal que real, es vivida diariamente por cientos de padres y madres que se sienten impotentes, pero al mismo tiempo esperanzados en transformar en posibilidades reales y eficaces el derecho a la participación de todos, como un instrumento necesario para la consecución de una escuela democrática.



Autor
Ginés Martínez Cerón
Vicepresidente de CEAPA
Revista ceapa
Número 78.

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