Para ir más allá de la participación como mera consigna es
preciso introducir algunas precisiones. En las consideraciones que siguen abandonaré
el nivel sistémico del servicio educativo y sus mecanismos de regulación para
concentrarme específicamente en la participación tal como puede manifestarse en
las instituciones educativas. Comenzaré distinguiendo y describiendo tres
dimensiones de la participación.
Dimensión estructural
de la participación
La educación y el aprendizaje constituyen procesos
necesariamente participativos en un sentido muy particular: el que aprende
interviene, pone lo suyo, contribuye en su propia educación o apropiación del
saber. Bien mirada, esta es una verdad de perogrullo, pero muchas veces pasa
inadvertida por muchos especialistas y expertos de la educación. Con la
educación sucede lo mismo que en otros servicios personales, como los servicios
de producción y reproducción de la salud de las personas.
Uno no compra su educación o su salud como algo hecho. El
paciente o el aprendiz participa inevitablemente en la producción de su salud o
de su aprendizaje. Si él no hace lo que tiene que hacer (estudiar, hacer los
ejercicios, leer, producir textos, participar en experimentos, poner en
práctica lo que está aprendiendo, etc., o bien, cuidarse, tomar los remedios,
alimentarse como es debido, etc.) no se produce ni la curación ni el
aprendizaje. Si el aprendizaje se produjo es porque el aprendiz hizo lo que
tenía que hacer y lo que sólo él podía hacer. Por eso, en el caso del los
servicios personales, cuyos efectos se producen en el cuerpo y la subjetividad
de las personas, éstas son parte del equipo de producción y no meros
consumidores o clientes, como sí lo somos nosotros la mayoría de las veces
cuando compramos cosas hechas tales como camisas, zapatos o bicicletas.
Cuando aquel que piensa en la educación y en las cosas del
aprendizaje tiene conciencia de que esta participación (y la de su familia,
cuando se trata de niños) es un ingrediente no simplemente deseable sino
ineludible para el éxito de esta operación, su modo de ver y hacer las cosas
cambia radicalmente. En este primer sentido, la educación es un proceso de
co-producción donde es tan importante «lo que pone» el centro escolar (los
docentes, los equipamientos didácticos, el método y la didáctica, etc.) como
«lo que pone» el educando y su familia. Pero sospecho que, quienes usan y
abusan del discurso de la participación, al hablar no están pensando
precisamente en este primer significado.
Si la educación se concreta efectivamente en un proceso de
coproducción, no es posible separar claramente la «oferta» de la «demanda».
Ambos conjuntos de factores funcionan e interactúan en forma conjunta para
hacer posible el aprendizaje. Digamos que esa dimensión estructural del
aprendizaje era conocida desde siempre. Pero es un hecho que se hace evidente
para todos cuando los sistemas escolares incorporan a la mayoría de una «clase
de edad» al nivel primario y secundario, como es el caso de la mayoría de los
países de mediano y alto desarrollo de América Latina. Cuando la inclusión
escolar viene de la mano de la exclusión, muchos niños van a la escuela sin
disponer de las condiciones sociales (alimentación, vivienda, salud, medio
ambiente, etc.) necesarias para «participar» en el proceso de aprendizaje.
La participación como
contribución
La tercera dimensión tiene que ver con la participación como
contribución. En mi opinión, este es el sentido más recurrente con el que se
usa el discurso de la participación, en especial en el campo de las políticas
sociales en general y educativas en particular. Cuando quienes diseñan y llevan
a la práctica programas educativos buscan que la comunidad participe en las
instituciones escolares (existen múltiples ejemplos de programas educativo con
este ingrediente en América Latina) en realidad están esperando que las
familias y la comunidad provea de una serie de recursos que se consideran necesarios
para la eficacia de la acción escolar.
Cuando se interroga a los directores de centros educativos
acerca del nivel de participación de los padres de familia en los centros
educativos, por lo general quien responde está pensando en la cantidad y
calidad de la cooperación de los padres en el funcionamiento del
establecimiento escolar. La contribución de los padres de familia tiende a ser
una respuesta a un requerimiento o pedido especifico de la institución. Es
ella la que convoca, solicita o demanda la contribución de los padres. Ellos
pueden responder o no. Raramente son ellos los que deciden espontáneamente
cooperar o hacer un aporte específico.
En el caso de América Latina, la experiencia indica que, en
el caso de las escuelas de sectores populares urbanos y rurales, la
colaboración de los padres puede ser monetaria (aporte de dinero, generalmente
a través de la cooperadora escolar) o bien en trabajo. La contribución en
especies (insumos, libros, materiales didácticos, etc.) es menos frecuente.
En México, el programa de Educación Comunitaria (Torres y
Tenti Fanfani) es paradigmático en cuanto a la participación como contribución
y está dirigido a ofrecer educación primaria en comunidades aisladas y pequeñas
(menos de 15 niños en edad escolar). En estos casos, donde no se justifica la
creación de un centro escolar estándar, se ofrece el servicio a través de un
maestro-instructor, por lo general un joven con la secundaria básica completa
(y por lo general residente en la zona). El mismo, luego de tres meses de
entrenamiento pedagógico acelerado y dotado de un paquete con materiales de
autoaprendizaje, es enviado a la comunidad donde prestará el servicio al cual
se compromete a aportar vivienda y alimento al instructor. En este caso, la
comunidad participa aportando el alojamiento del instructor, el espacio físico
donde se lleva a cabo el proceso de enseñanza-aprendizaje y el alimento que
necesita para vivir.
Otra forma más espontánea de participación contributiva es
frecuente en muchas áreas rurales pobres de América Latina. En muchas ocasiones
son las comunidades quienes se hacen cargo de la construcción y mantenimiento
de la infraestructura física de la escuela. Esta situación fue muy frecuente en
México, en especial durante el primer período de expansión de la educación
rural luego de la Revolución iniciada en 1910. Existen muchos testimonios de
escuelas totalmente construidas a través del esfuerzo y el trabajo de los
padres de familia de las comunidades rurales, las cuales hacían todo lo posible
para contar con un establecimiento escolar donde educar a sus hijos.
En las zonas urbanas de América Latina, la contribución
tiende a ser más diversificada, ya que al trabajo se agrega una contribución
económica mediante el pago de una cuota a la cooperadora escolar. El monto de
los recursos de este origen varía según el nivel socioeconómico dominante de
los alumnos de los centros escolares. En muchos casos, los padres tienen la
capacidad suficiente de financiar la ampliación de la oferta educativa (computación,
inglés, actividades expresivas y/o artísticas, etc.) de los centros escolares.
La contribución en términos de tiempo de trabajo es más
frecuente en las escuelas primarias de las áreas urbanas pobres. En este caso
se trata de trabajo femenino. En efecto, las madres de familia que no están
insertas en el mercado de trabajo suelen aportar su presencia y su cooperación
en distintas tareas de apoyo, en especial aquellas que se relacionan con los
servicios de alimentación escolar.
En términos generales es plausible afirmar que la
contribución tiende a ser monetaria en el caso de las escuelas públicas de
clase media y media baja y «laboral» en los barrios más populares donde habitan
los que sólo disponen de su fuerza de trabajo para participar-contribuir con
los establecimientos educativos de su comunidad.
En estas circunstancias, resulta en cierta medida
paradójica, que se tienda a pedir más (dinero, trabajo, tiempo, etc.) a quienes
menos recursos tienen. A su vez, las clases medias y medias altas urbanas «le
piden todo a la escuela» y sólo participan (cuando lo hacen) mediante el pago
de una suma, por lo general de no mucha relevancia, a la asociación de padres
de los centros escolares. De esta manera, la distribución regresiva del
financiamiento público (mejores escuelas, mejores maestros a los sectores
sociales urbanos mejor situados en la estructura social) va acompañada de un
aporte proporcionalmente mayor por parte de quienes menos recursos tienen. El
resultado es la reproducción de la estructura inicua de los recursos públicos
orientados a la educación básica latinoamericana.
La participación como
poder de decisión
Pasemos ahora a la tercera dimensión de la participación.
Ésta tiene que ver con una cuestión más delicada. Tiene que ver con las cosas del
poder. Aquí la participación supone un escenario, actores con intereses y
estrategias y procesos donde se construyen problemas, se arman agendas y se
toman decisiones en relación con reglas y recursos, es decir, con definición de
normas que regulan las prácticas y con asignación de recursos (de diverso
tipo).
En una institución como la escuela interactúan diversos
agentes individuales y colectivos: el director, los maestros, los estudiantes,
las familias, las organizaciones comunitarias, las empresas, las iglesias, etc.
En síntesis, la mayoría de las instituciones democráticas contienen a una gran
diversidad de agentes que tienen distintas posiciones, recursos, intereses y,
por lo tanto, también distintos puntos de vista, expectativas, demandas, opiniones,
actitudes, etc. Por lo tanto, estas interrelaciones no siempre son pacíficas
sino que muchas veces están atravesadas por el conflicto y la lucha entre
intereses y puntos de vista divergentes, opuestos, enfrentados, etc.
Si participar es también participar en el poder, es preciso
recordar que la escuela, al igual que el resto de las instituciones, es una
organización muy particular. Al igual que el hospital, por ejemplo, está
constituida por una capa de profesionales que monopoliza un conjunto de saberes
especializados. El resto de los miembros de las instituciones (los alumnos o
los enfermos y sus familias) son objetos de intervención de los profesionales y
por lo tanto éstos ejercen una dominación objetiva sobre los segundos que, por
principio, están excluidos de ese recurso que constituye la base de su poder:
el saber especializado. En estos contextos, «empoderar» a los alumnos y las
familias en las instituciones no es una cosa tan sencilla como a primera vista
puede parecer. En efecto, en las instituciones, y en ciertas esferas
específicas, dar poder a algunos (los padres y/o los alumnos) supone limitar el
poder de los otros (los profesionales). Esto es particularmente cierto en el
caso de las cuestiones que tienen que ver con cuestiones centrales del servicio
educativo tales como la definición del programa escolar, las estrategias
pedagógicas o didácticas y la evaluación de los aprendizajes. Estas esferas
constituyen el corazón mismo del saber especializado de los profesores, en
tanto que pedagogos. En estos terrenos ellos reivindican su derecho de
exclusividad.
Por eso, respecto de la participación de los «usuarios» de
las instituciones es preciso ser muy cuidadoso para distinguir las esferas y el
peso de su eventual participación. Pero, independientemente de las
consideraciones anteriores, la mayoría tiende a preferir las instituciones
democráticas a las autoritarias, autocráticas, oligárquicas o monocráticas. Por
lo tanto, en una escuela democrática todos los miembros de esta comunidad
deberían tener voz y voto en la definición de las cuestiones básicas de la vida
institucional.
Aun cuando reconocemos que cada estamento o grupo tiene un
papel o una función particular en la vida del conjunto, todos deberían tener
derecho a participar en los procesos de decisión donde se definen cosas tales
como los objetivos básicos, las estrategias, las reglas, la orientación de los
recursos, etc. En verdad, la cosa es más complicada pues, para cada grupo,
habría que definir un campo, una esfera y un peso especifico de participación.
Mientras que los padres pueden llegar a tener el mismo peso que los maestros en
materia de uso de los recursos financieros de la escuela, no pueden tener el
mismo peso en otra esfera, como la que tiene que ver con ciertas cuestiones
técnico-pedagógicas, por ejemplo, cuya resolución requiere de un conocimiento
previo propio de los especialistas. Pero aquí no nos interesan estas sutilezas
sino rescatar este segundo e importante significado de la participación, el que
tiene que ver con el poder. Y el poder, por lo general no se lo distribuye,
sino que más bien se lo conquista. En otros términos, el poder supone
tensiones, luchas, conflictos y equilibrios inestables.
En América Latina existen varias experiencias que
institucionalizan la participación de las familias en la formulación de las
políticas y programas de los centros escolares. Las más relevantes se
encuentran en Brasil. En efecto, durante la década de los años noventa, varios
estados incorporaron a los padres de familia en los procesos de elección del
director del establecimiento. Esta fue una manera de limitar la capacidad que
tenían los políticos locales para nombrar a los directores. Los padres de
familia también participan a través de sus representantes en los consejos
escolares. Una experiencia que fue ampliamente reconocida en la región fue la
que se desarrolló en el Estado de Minas Gerais (Brasil) a partir de 1991, pero
existen experiencias análogas en otros contextos tanto en Brasil como en otros
países de América Latina (Namo De Mello).
Autor
Emilio Tenti Fanfani
Profesor titular ordinario e investigador principal del
conicet en la Facultad de Ciencias Sociales de la
Universidad de Buenos Aires (Argentina). Consultor del del
iipe-unesco, Sede Regional Buenos Aires.
1 comentario:
Hola
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