¿Qué es un
conflicto? ¿Constituye una oportunidad de crecimiento? ¿Es algo necesariamente
negativo? ¿Cómo se viven las transformaciones? ¿Qué rol juegan las pantallas?
El niño, y el adolescente, de modo más intenso y continuo,
viven en el laberinto del conflicto. En la tendencia contradictoria entre el
interior, que les pide salir, explorar, descubrir su identidad, probar,
acariciar los riesgos; y el exterior, que establece límites, normas y obligaciones.
Es interesante la observación de Jean-Pierre Warnier que considera más
conveniente el término de identificación, ya que es contextual y fluctuante. Es
decir, en el actual marco globalizado, todos nosotros asumimos identificaciones
múltiples que movilizan elementos distintos de la lengua, la cultura, etc., en
función del contexto. En cualquier caso, el crecimiento supone una molesta y
complicada crisis de identidad, en la que niños y jóvenes, ejercitan la lucha
diaria consigo mismos, con los demás y con el entorno, buscando descubrir y
apropiarse de su personalidad. Ciertamente, la presencia de un adolescente en
casa o en la escuela es muchas veces complicada, pero no se puede olvidar que
ellos están creciendo en esta tensión, y que ese crecimiento tampoco les
resulta ni cómodo, ni fácil.
El conflicto crece con la paradoja del aislamiento y
alejamiento de la familia, y la aproximación y búsqueda de compañía en el
grupo. Será este encuentro con el “exterior” lo que les enseñará las normas y
pautas sociales. Al joven le interesa, sobre todo, ser “alguien en el grupo”,
por el afán de integración y pertenencia.
La autoestima significa ser valioso y digno de ser amado.
“Valioso” porque eres capaz de resolver algunas situaciones con éxito y por lo
tanto puede estar a la altura de los demás, y “digno de ser amado” porque se
trata de una persona y por lo tanto tiene derecho a ser amada de manera
incondicional, es decir, sabe que está rodeada de personas a las que realmente
les importa. Es un autoconcepto que desempeña un importante papel en la vida de
las personas. Tener un autoconcepto y una autoestima positivos es de la mayor
importancia para la vida personal, profesional y social. Favorece el sentido de
la propia identidad, constituye un marco de referencia desde el que interpretar
la realidad externa y las propias experiencias, influye en la imagen que se
tiene de sí mismo, y, por consiguiente, en su propio rendimiento y proyección,
condiciona las expectativas y la motivación y contribuye a la salud y equilibrio
psíquicos.
El adolescente experimenta la autoestima especialmente desde
cuatro aspectos básicos:
a) Vinculación: dejó los estrechos lazos que tenía que con
la familia, con su padre y madre, auténticos referentes, para iniciar un camino
de exploración de nuevas vinculaciones, especialmente con el grupo de iguales.
b) Singularidad: atributo que le satisface en la medida en
que es considerado y reconocido por los demás por sus propias cualidades. Este
reconocimiento le aporta respeto y aprobación.
c) Poder: como conjunto de medios y recursos para modificar
sus circunstancias, lo que le afecta y rodea.
d) Modelos y pautas: verdaderos puntos de orientación y
referencia para su modo de pensar, sentir y comportarse. Referencias para
establecer sus valores y creencias. El asentamiento de estos cuatro aspectos
generarán en el adolescente su autoestima, el concepto de sí mismo, y su valía
como persona vinculada, única, con capacidad para decidir desde unos modelos y
criterios claros y asertivos.
De los últimos estudios realizados por la FAD (Fundación de
Ayuda contra la Drogadicción) y referidos por Elena Rodríguez, cinco son los
referentes más significativos.
1. La normalidad como aspiración.
2. Demuestra que eres joven.
3. Dos tiempos, dos modos de ser.
4. Integración=consumo.
5. Responder a una expectativa”.
“Ser normal” es considerado como “ser y hacer lo que todos”.
Reproducir sin esfuerzo lo que se espera de ellos, les hace sentir incómodos y
les molesta ser etiquetados. Los adultos los vemos distintos, innovadores o
peligrosos. No quieren ser el “rarillo” del grupo, el que todos miran como algo
extraño y fuera del grupo. Ser normal (entre ellos) es ser igual a los demás
jóvenes, responder a las expectativas que los compañeros tienen.
Este ambiente de normalidad que tienden a imitar para
sentirse uno más en el grupo, que busca el joven también comprende sus
prácticas de consumo. La ropa, la música, los lugares de ocio, son “una marca”
que los reconoce, integra y legitiman en el grupo. Explica Verdú , que “si en el capitalismo de producción lo
importante fueron las mercancías y en el capitalismo de consumo lo importante
fue lo que una voz dijera sobre ellas, en el capitalismo de ficción es el
propio artículo que habla. Coca-Cola habla de jovialidad, Body Shop de conciencia ecológica...”. Y continua “el nuevo capitalismo de
ficción no es por tanto como los anteriores capitalismos, un sistema sin
corazón, sino por el contrario la afectividad es aquello que más le importa. El
último anuncio norteamericano de Nescafé no habla en Estados Unidos de un
surtido de cinco sabores sino de cinco emociones”. La intensidad en la que el
adolescente vive sus relaciones en el grupo de pares depende de sus vínculos
emocionales, de la trama afectiva que entreteje el grupo. El consumo del
producto no satisface el propio consumo, sino la sensación de bienestar en el
grupo, de reconocimiento “es uno de los nuestros”, de identificación “siente lo
mismo que nosotros”.
Requena define la relación del espectador como “la
interacción que surge de la puesta en relación de un espectador y de una
exhibición que se le ofrece”. Esta relación pasa por tres componentes: la
mirada, el cuerpo y la
distancia. La mirada en la distancia respecto al cuerpo
(imagen que se exhibe). El autor subraya la distancia como aquello que permite
la implicación, el gusto por lo narrado. La seducción entre mirada e imagen,
sujeto y objeto, obtiene en la distancia el disfrute no sólo de la narración,
también de la obtención del sentido, cuando la reflexión se produce. El
espectáculo televisivo ha devorado y engullido los diferentes medios expresivos
y sus manifestaciones artísticas (cine, radio, cómic, pintura, teatro...). El
análisis y la lectura televisiva se hacen complejas y eclécticas. Añadamos que
la pequeña pantalla está colocada en los lugares más íntimos de la casa,
ocupando un espacio que hasta hace pocos años era privado y doméstico. Como
explicita Requena, la distancia que hay entre mirada y cuerpo ha sido abolida
en sentido literal o físico (no hay dos metros entre televisor y espectador) y
simbólico (los reality show ponen delante de nuestros ojos la intimidad de
muchos otros).
El fenómeno de la mirada, anteriormente descrito, se torna
más complejo debido a la variedad de pantallas que pueblan el entorno infantil
y juvenil, así como el de la familia, generando asimismo un amplio espectro de
conflictos. Cualquier representación en los medios, sea cual sea su formato,
soporte o género, provoca diferentes reacciones según las miradas que atrapen
la imagen. La relación
entre mirada y representación, ya ubicados en el entorno familiar, es el
resultado de una serie de variables que integra al espectador que mira, al
espectáculo que es mirado, al contexto de recepción –que contiene el quién mira,
el cómo mira y cómo interacciona lo que mira-.
Es evidente, que esta fenomenología de la mirada conduce
hacia la fenomenología del conflicto, no sólo en la medida en que la
representación siempre es un conflicto que se debiera resolver con mirada inteligente,
sino porque la propia mirada también lo es, como lo son las relaciones
intrafamiliares que provoca el espectáculo visto, en las relaciones
interfamiliares. O sea, una serie que expone un determinado modelo familiar
como, por ejemplo, Los Serrano, provoca un conjunto de identificaciones y
proyecciones en sus diferentes roles (hijos, padre separado, compañera
sentimental, hermanos...), que deriva en un pautado abierto de conductas en sus
telespectadores.
Consideramos que el término “conflicto” debe despojarse de
connotaciones necesariamente negativas, más cuando hablamos de comunicación en
la familia. Entendemos
el conflicto como oportunidad para crecer, tanto los hijos, como los padres y
madres. Sin olvidar que crecer no es fácil, ni cómodo, ni para unos, ni para
otros, aunque menos para los primeros. Por tanto, discrepamos de las voces
agoreras que cuando hablan de los niños y jóvenes, (especialmente) les añaden
adjetivos como difíciles, o conflictivos, preferimos hablar de situaciones
conflictivas, en las que todos y cada uno de sus agentes forman parte como
causa, pero también como solución. Padres, hijos y pantallas conforman el
territorio en el que se diseñan un conjunto de relaciones que pueden permitir
el desarrollo de un consumo sano y autónomo, además de responsable.
Siempre que se habla de educación, y por tanto de
mediaciones, entendemos que el proceso es fundamental, como justificante de la
mediación y como sentido de
la
misma. Crecer es un proceso lento, complejo, trabajoso, nada
fácil. Los padres y madres viven con frecuencia y con angustia, la “falta de
resultados” en su quehacer educativo. “Tantos años dejándome la piel,
sacrificándome, dándoles consejos, procurando lo mejor para ellos, para que
salgan así”, es el comentario de muchas familias. Cuando los hijos asoman a la
adolescencia, esta sensación se acrecienta, entrando muchos padres y madres en
un túnel, en el que sienten más la oscuridad de su interior, que la luz del
“otro extremo”. Una vez más, la esencia y el sentido del proceso puede devolver
la esperanza. Todo
lo que los padres y madres han hecho por sus hijos, todos aquellos momentos en
que han sido modelos y referentes, quedan en la experiencia del hijo como norte
para vivir con sentido su propio crecimiento, nunca exento de conflicto. Ese
conjunto de presencias que los hijos han vivido con y de sus padres y madres,
dotarán de contenido los años de crisis y conflicto, convirtiendo la transición
del niño al adulto en un viaje con horizonte final.
El adolescente siente y experimenta con fuerza, y
frecuentemente con impotencia, un conjunto de cambios y transformaciones.
Primero y, sobre todo, en sí mismo, simultáneamente en los que le rodean y en
su entorno. Pero los padres, también viven contradicciones, entre los valores
que intentan educar, y los valores que sus hijos viven y aprenden en la calle,
con sus amigos, y de las pantallas. Con frecuencia esta contradicción se
convierte en impotencia, y en rabia. Les asalta la sensación de que todo lo que
hacen no merece la pena, y que tanto esfuerzo no sirve para nada. Vuelven al
túnel, pesando más la oscuridad del presente, que la luz del pasado y del
futuro. De nuevo urge recuperar el sentido del proceso y del conflicto en sus
mediaciones. Proceso por el que todo lo hecho por sus hijos queda, y conflicto
porque los hijos, como los adultos, evolucionan y están en constante adaptación
al medio y al entorno.
Para entender el conflicto en relación con el multiconsumo
de pantallas como oportunidad para crecer, explorar, conocer y reconocerse, se
precisan algunas consideraciones. Primero, el análisis de la construcción
social, cultural y mediática de los jóvenes, representación que condiciona de
modo general la recepción de los adultos, y de los propios jóvenes en
particular. Una recepción asociada al estado de la sospecha: jóvenes
etiquetados como violentos, vagos y egoístas. Segundo, el olvido que con
relativa frecuencia nos impide entender que crecer no es fácil, ni cómodo, ni
para nosotros –adultos-, ni para los niños y, menos para los jóvenes. La
percepción que ellos tienen de sí mismos no es muy positiva, se aceptan con
dificultad, tienen una baja autoestima, experimentan continuos rechazos de sus
compañeros.
La percepción positiva de sí mismo, dotada de la suficiente
autoestima, no es un ejercicio saludable que practiquen los medios de
comunicación social, en los estereotipos y representaciones juveniles con que
salpican sus representaciones mediáticas. La imagen sucia que ofrecen los
informativos, y la eterna juventud, triunfadora y bella, que ofrecen la
publicidad ayuda bastante poco a la construcción de una imagen del propio joven
sana y asertiva. Muchos problemas de autoimagen que preocupan y mucho a los
niños y jóvenes guardan relación con estas “instantáneas”, que imponen los medios,
de cuerpo diez y éxito fácil. La familia es un agente esencial para desarrollar
mediaciones constructivas entre estos consumos y los propios niños y jóvenes.
Es evidente que ya no podemos definir el hogar como “cuarto
de ver”, pues la multiplicidad de pantallas, ha convertido la casa en un
conjunto de “rincones para ver”. Estos escenarios para la mirada y la
interacción se despliegan entre lo que podemos denominar espacios públicos y
controlados, y espacios privados. Los primeros (cuarto de estar, o lugares
donde varios miembros de la familia son espectadores o jugadores –no podemos
olvidar el fenómeno de la “”Wii” de Nintendo, que antes, -aunque de un modo más
primitivo había conseguido Sony;con la “Play Station”, dotando al jugador-es de un mando
que permite jugar a varios a la vez, incluso movilizarse alrededor de
la pantalla-. Pero la
“Wii” ha abierto un nuevo segmento en el mercado, proporcionando un modelo de
consola, con un software apropiado a otro público. Mientras Mirosof t y Sony
siguen tratando de ampliar su mercado masculino de 18 a 35 años, Nintendo ha
adoptado un marketing diferente, dirigiendo sus productos a la mujer y al juego
en común de padres e hijos. Los espacios privados (dormitorio, cuarto de
estudio) conforman un escenario para el visionado, el juego, la conversación o
navegación por Internet, de uso individualizado, ajeno al control y
conocimiento de los padres, que suponen otros consumos, otras interacciones y
otros conflictos y retos para la familia.
Extraído de
Consumos y mediaciones de familias y pantallas
Nuevos modelos y propuestas de convivencia
José Antonio Gabelas Barroso y Carmen Marta Lazo
Programa Pantallas Sanas
Diseñado por
la Dirección General de Salud Pública del Gobierno
de Aragón